It coincided with the first of February, the feast of Candlemas, the Imbolc, the time of the carnival. Masks and mamuthones roam the slopes of Sardinian villages.
They, not so far from everything they believe, have lit a fire on the shore of the beach. They sigh deeply, they already feel so good here. It’s cold under the starry sky, but what would be what they call the “comfort zone”? Listen?” comfort” and think of a nice soft sofa in a living room with central heating. But the sofa was always occupied by aunts who always came to ask the same questions, or buried by a mountain of shirts to iron. How to work with dignity for a boss who suspects that you have not yet learned to do his job well? One day you are the best thing that can happen there, the next you are nobody. The free time was basically paying to sit in the usual square and consume the usual bitter beer, repeatedly complaining about the government that, surprisingly, changes but everything remains the same. Fattening every day an infinite number of mechanisms that are set in motion to steal our hours in an imperceptible way and that leave in its place confused thoughts about things that who knows if they really matter. Really… They really wanted green. He missed nature so much, the transparency of the sea, the sound of insects when they pass through the foliage. Yes, it was still cold, it was winter, but how to give up the lush winter? Summer dries up everything with the sun and voracious tourism and, above all: Who could wait for summer?
No, neither of them could wait and they fled that same day. Holding hands, they went down to the port and sailed there. The island lay disheveled, still in the beauty of the low season. All traces had been erased on the sand, as if no one had ever touched it. The rain had enriched the junipers on the shore, curling their branches drawing fairytale huts. So the decision was made by itself: they anchor and prepared to spend the night on the shore. Now, silently, they threw these and other thoughts into the fire, those that had been thought many times crackled like pine cones.
They wished, – as sometimes one wishes, slightly, in a sigh – to stay here. They wanted this beautiful place, as tough as it was honest, to adopt them. “Ah… maybe.”
The small juniper forest gave them shelter and they slept soundly. They felt how the earth under their bodies filtered all the judgments stuck in the neck, in the column, in the joints. Day after day all those thoughts were sucked from the earth or dissolved in the emerald sea, still very cold, at every dive. Heavy thoughts flew in the wind; The setting sun carried them away to drown them behind the horizon. When all the weights stopped weighing, they were left alone on the beach. They were transforming. The words were reduced, because they looked better, smelled better, touched each other better. From the words there were only phonemes, such as purr, grunts or howls or musical notes. They didn’t even miss the boat anymore. Who knows if the Sea had swallowed it, no one could blame them, they too were now swallowing their roots, scratching with their claws in the back of the ground, sinking their damp snouts into the black belly of the earth.
Broken that umbilical cord, life began now. Meanwhile, on the other side of the sea, a global pandemic has been unleashed. The world has collapsed, it has stopped. Fear had isolated their leaders, their aunts, their friends, and the people they would never know. But what do they know about all this? Heaven was theirs, they looked for food among the helichrysum, nibbled their hairy ears, served love.
***
End of confinement.
It was the last weeks of spring, it was still a bit cold, but the need was stronger to finally get out of this long hibernation, to go to the beach and from there take a big breath in the open air, as if we wanted to breathe that infinite blue, with all its clouds, to stretch our soul from within.
We sail from La Maddalena to Spargi.
There were practically no other ships, the recent pandemic still protected the wilderness of these islands. Antonio leads us to his favorite bay: white sand, transparent water and beautiful junipers. They call it the Cala dell’Amore, he says. From the boat we can see its inhabitants: they are a pair of wild boars that run between the helichrysum, nibble their ears and honor the name of this small oasis. They look young. They look at us like someone who thinks he can remember something far away, a remote life, a cord that breaks with a crackle, on an emerald green amniotic fluid.
Ana Torres
Los amantes de Spargi. Norte Cerdeña.
Coincidía que era uno de febrero, la fiesta de la Candelaria, el Imbolc, la época de los carnavales. Máscaras y mamutones recorren las cuestas de los pueblos de Cerdeña.
Ellos, no tan lejanos a todo esto como piensan, han hecho una hoguera en la orilla de la playa. Dan un profundo suspiro, se sienten ya tan bien aquí. Hace frío bajo cielo estrellado, pero ¿a qué llaman “zona de confort”? Uno oye confort y piensa en un sofá bien mullido en un salón con calefacción central. Pero el sofá estaba siempre ocupado por las tías que venían a hacer siempre las mismas preguntas, o sepultado por una montaña de camisas por planchar. ¿Cómo trabajar dignamente para un jefe que sospechas que no ha aprendido aún a hacer bien su trabajo? Un día eres lo mejor que ha pasado por allí, al otro no eres nadie. El ocio era pagar por sentarse en la plaza de siempre y consumir la habitual cerveza amarga, lamentarse repetidamente del gobierno que, sorpresa, cambia pero todo sigue igual.Engrasando cada día un sinfín de mecanismos que se ponen en marcha para ir robándonos las horas de forma imperceptible y que dejan en su lugar pensamientos confusos sobre cosas que quién sabe si de verdad importan. De verdad… De verdad ellos tenían ganas de verde. Echaban tanto de menos la naturaleza, la transparencia del mar, el sonido de los insectos abriéndose paso entre el follaje. Yes, hacía frío todavía, era invierno, pero ¿cómo renunciar a la frondosidad del invierno? El verano lo seca todo de sol y de turismo voraz, y, sobretodo ¿quién podía esperar al verano?
No, ninguno de los dos pudo esperar y escaparon ese mismo día.Se tomaron de la mano, bajaron al puerto y navegaron hasta allí. La isla yacía despeinada, aun en la belleza de la temporada baja. Todas las huellas se habían borrado sobre la arena, como si nunca nadie la hubiera tocado. La lluvia había enriquecido los cedros sobre la orilla, que enroscaban sus ramas dibujando cobertizos de cuentos de hadas. Así que la decisión se había tomado sola: echaron el ancla y se prepararon a pasar la noche. Ahora, en silencio, lanzaban estos y otros pensamientos al fuego, los que habían sido pensados muchas veces crepitaban como piñas de pino.
Desearon, -como a veces se desea, livianamente, en un suspiro,- quedarse aquí; desearon que este bonito lugar, tan áspero como honesto los quisiera adoptar. “Ay… ojalá”.
El pequeño bosque de cedros les dio abrigo y durmieron profundamente, sentían cómo la tierra bajo sus cuerpos filtraba todos los juicios bloqueados en el cuello, en la columna, en las articulaciones. Día a día todos esos pesos se los fue tragando la tierra o se disolvían en el mar esmeralda a cada zambullida, aún tan helado. Los pensamientos pesados se volaban con el viento; El sol, en el ocaso, se los iba llevando para ahogarlos en el horizonte. Cuando todos los pesos dejaron de pesar, sobre la playa quedaron sólo ellos. Se estaban transformando. Las palabras se redujeron, porque se miraban mejor, se olían mejor, se tocaban mejor. De las palabras quedaron fonemas, como ronroneos, gruñidos o aullidos o notas musicales. Ya ni siquiera echaban de menos el barco. Quién sabe si se lo había engullido el Mar, nadie podría culparlo, también ellos engullían ahora raíces, arañando con sus garras la espalda de la tierra, hundiendo sus húmedos hocicos en el negro vientre del terreno.
Roto ese cordón umbilical, la vida empezaba ahora. Mientras, al otro lado del mar, se desataba una pandemic mundial. El mundo colapsaba, se detenía. El miedo había aislado a sus jefes, a sus tías, a sus amigos y a gente a la que no conocerían jamás. Pero ellos no sabían nada de todo eso, el paraíso era ellos, buscaban alimento entre los elicrisos, se mordisqueaban las orejas peludas, servían al amor.
***
Even the border.
Eran las últimas semanas de la primavera, hacía aún un poco de frío, pero nos pudo la necesidad de salir de este largo letargo que por fin concluía, de echarnos al mar y desde allí dar una gran bocanada a cielo abierto, como si quisiéramos respirarnos ese azul infinito, con todas sus nubes, para desperezarnos el alma desde dentro.
Navegamos desde Maddalena hacia Spargi.
Prácticamente no había otros barcos, la reciente pandemic todavía protegía la naturaleza salvaje de estas islas. Antonio nos directs a su cala favorita, arena blanca, una orilla transparente y bellos cedros. La llaman la Cala del Amor, he says. Desde la barca divisamos a sus habitantes: son una pareja de jabalíes que corretean entre los elicrisos, se mordisquean las orejas y honran el nombre de este pequeño oasis. Parecen jóvenes. Nos miran como quien cree recordar algo muy lejano, una vida remota, un cordón que se rompe en un crepitar, sobre un líquido amniótico verde esmeralda.
Ana Torres